Mi paciencia se rebela ante los que critican a los que ayer reían y ante aquellos que loan a los que ayer ridiculizaban. Ahí, en ese punto, se acaba mi diplomacia. Es el momento de abandonar elegantemente la escena, si se logra no caer en la tentación de reir o llorar frente a semejante actitud ilógica y poco divertida.
Cuando lo pienso me pregunto si es una reacción a mi incapacidad de detener y protestar ante tonterías de ese calibre. Admiro, como una parte de la belleza de las cosas, la naturalidad y la claridad de ideas. Yo no puedo ser quien no soy (aunque sí puedo no tener las ideas claras), ni quiero pretender ponerme una máscara carnavalesca para actuar frente a un público del que no me interesa su aplauso.
Además, la naturalidad está directamente ligada al mejor solucionador de problemas del mundo mundial: el humor.

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