19 octubre 2006

Culpable de inocencia

Confieso que soy culpable de inocencia. Culpable de lo que imagino y, sin embargo, inocente de lo que no sé. Pero incluso de esto me siento culpable y, si me apuran, hasta de no saber lo imposible.

Anhelo lo que yo mismo me impido en alcanzar, sin estar seguro de esto último. Camino con un pie detrás del otro, o delante, con el rumbo gepesiano de la rutina recalcitrante. Olvidé, o mejor dicho, dejé olvidado, el imán que confunde la brújula y ata las férreas determinaciones que escriben lo que somos.

Cuento los episodios de libertad sensorial como las escasas piedras de un camino perdido. No podría escribir el manual para convertirlos, para darles la vuelta y otorgarles la forma de un túnel sin techo ni raíles, de un mar ácrata que ame los barcos que naveguen a su antojo.

Sostengo la arena de los días con la mano abierta y la retina conformando una espiral, un autolaberinto del que se perdió el plano pero no la filosofía. ¿Se imaginan un laberinto abandonado? Yo quiero caminar por dentro del seto, pero pisando las raíces preestablecidas que condeno pero no consigo apartar. Oliendo el quejido de un universo vegetal en el que tú y yo y todos los demás podemos encontrarnos o, al menos, pensarnos, inventarnos, trazarnos e incluso amarnos en cualquier momento, sin aparecernos.

Ignoro tantas cosas… y sin embargo sé con certeza que el tiempo es relativo y que el vértigo es bueno para la salud. Desconozco las leyes de la economía (no tanto sus injusticias), pero sé que la complejidad del mundo es directamente proporcional a la apatía de la mañana. No tienen necesidad, mis pies, de explorar los continentes inimaginables, que no inimaginarios, con los que le trampea algún rincón cerebral.

Saben, ellos y yo, que no hace falta caminar sobre el sustrato más que para trasladarse de forma física. Pero el paso bueno, el que no se detiene, está en la cadencia que uno le preste, y no quiera recuperar.