26 agosto 2006

Final / Merecido / Final

El pasado miércoles 16 de agosto murió en Brasil un personaje que se habría sentido a sus anchas en una borgiana Historia universal de la infamia. Muy lejos, pero no tanto, de la patria por la que libró su particular guerra, se fue de este mundo Alfredo Stroessner, el general que gobernó Paraguay durante 35 años como si de su propia finca particular se tratara.

Como muchos de los dictadores del siglo pasado, Stroessner hizo una carrera fulgurante en el ejército paraguayo, y escaló rápidamente puestos en la jerarquía castrense, hasta ser nombrado general a los 36 años, el más joven de Sudamérica. Corría el año 1948, y el prometedor (en todos los sentidos) militar ya demostraba tener, como se dice, un gran olfato político. No tardó en afiliarse al partido oficialista (que él mismo se encargaría de hacer único), el Partido Colorado. En 1954, dio un golpe de estado, y la Junta de Gobierno militar le proclamó Presidente de la República.

Poco a poco, Stroessner se fue haciendo con el control del Estado. Amparado en su lucha contra el comunismo y, por tanto, recibiendo el apoyo económico y político de los Estados Unidos, el régimen del dictador paraguayo secuestró, torturó y asesinó a al menos 4000 opositores. Seguramente el apoyo del gigante del Norte le hacía tener la conciencia tranquila, aunque no creo que, de todas maneras, le costara dormir por las noches. Es más, el buen hombre debió pensar que no estaba haciendo suficientes esfuerzos contra las hordas rojas, así que decidió participar gustosamente en la Operación Cóndor, aquella a través de la cual varios países del Cono Sur se unieron para hacer frente a la amenaza comunista. Como es sabido, la consecuencia del acuerdo al que llegaron estos países fue una represión social brutal, que derivó en la muerte o desaparición de miles de personas, especialmente en Chile (bajo el régimen de Pinochet) y el Argentina (cuya Junta Militar diseñó fríamente una nueva forma de realizar desapariciones masivas a través de los vuelos de la muerte).

No sabemos si algo de todo esto le debía hormiguear a Stroessner porque, a pesar de instaurar un mundo de miedo y represión en su país, decidió organizar elecciones periódicas (hasta 8) en las que, curiosamente, era el único candidato a Presidente. ¡Cualquiera se presenta! Durante su mandato, como ocurre en todas las dictaduras, el país se estancó, no sólo en temas evidentes como la inexistencia de libertad de expresión y demás derechos básicos de las personas (minucias, minucias), sino en otros temas más generales de desarrollo del país, como las infraestructuras. Sin embargo, toda obra que se terminaba, además de calles, plazas y pueblos ya existentes, había de cumplir dos requisitos fundamentales: se anunciaba a bombo y platillo en los medios de comunicación (todos controlados por el régimen, claro está) y tomaba el nombre de… ¿adivinan? (todo esto me recuerda a lo que hizo otro tipo… ¿quién era? Era por aquí cerca…). Llegó a cambiarle el nombre a una ciudad importante del país, que después del régimen tomó el nombre de Ciudad del Este, pero durante el mismo se llamó, cómo no, Puerto Presidente Stroessner. ¡Viva la modestia!

El país, lleno de soplones y espías del autocrático aparato de Stroessner (no piensen mal, me refiero al aparato político), funcionaba a base de las prebendas que todos esos acólitos exigían para realizar sus acciones. Esta corrupción enorme supuso (y, probablemente, suponga algo todavía) un freno considerable al desarrollo del país tras el paso del personaje por el poder.

Stroessner abrió las puertas del país a sus amigotes del otro lado del Atlántico. Paraguay acogió a un número indeterminado de criminales de guerra nazis, que habían huido a tiempo de Alemania sin llegar a ser juzgados. De la figura de Hitler le gustaba hasta el bigote (frase asimilable, de forma francamente apropiada en este contexto, a la muy ibérica “del cerdo, me gustan hasta los andares”), que copió (se confirma que a los dos les quedaba igual de mal). El pobre gobierno de Estados Unidos se hallaba en un brete: “¿le condeno por refugiar a criminales nazis, o le alabo por perseguir comunistas?. A ver, a veeeer… ¡Cuidado, un rojo!” Uno de los nazis que recalaron en Paraguay fue Josef Mengele, el científico de Hitler que se dedicaba a realizar experimentos biológicos con los presos de los campos de concentración. Una perlita, vamos.

En los años 80 se instauró la democracia en Brasil y Argentina, los vecinos grandes, y el régimen de Stroessner fue debilitándose. A finales de la década, el Partido Colorado decidió elegir al sucesor del sátrapa, y escogió, sin duda por su valía como político (no sean malos), al su hijo Gustavo. La reacción no se hizo esperar: el pueblo protestó y una facción del ejército se alzó en armas. El (ya por aquel entonces) viejo dictador huyó a Brasil. Poco tiempo después, hubo elecciones democráticas (proceso que Papá Alfredo tuvo que consultar en la enciclopedia) y comenzó la transición política en el país.

Stroessner no regresó, y murió solo en su casa de Brasilia. El gobierno paraguayo anunció que sus restos no serían recibidos con honor alguno, ni por haber sido jefe de Estado, ni por haber sido militar de alto rango. La familia del tirano, desconocedores del vocablo “democracia” (qué podían hacer ellos, el patriarca nunca osó emplear dicha palabra infausta) lo debió considerar una humillación pero, ironías de la Historia, finalmente el dictador fue enterrado en Brasil, tan cerca, pero tan lejos, de la patria por la que tanto luchó. Cada uno tiene lo que se merece.

Fuentes:
Wikipedia
El Galeón
La Nación

09 agosto 2006

Historias del Indalo (1): 13, Rue der Percebe

¡Emancipación! Desde hace ya casi un mes puedo decir que tengo mis propios (bueno, alquilados) 30 m2. En este primer capítulo de la serie del Indalo, voy a intentar demostrar cómo el que se queje porque le parecen escasos está equivocado: 30 metros dan para mucho.

Todo depende del contexto, amigos. Ya me avisaron desde la inmobiliaria (rehúso hacer comentario alguno sobre estas “empresas”, aunque todo se andará) antes de entrar: “Chaval, hay un pequeño inconveniente: No funciona todavía el termo y no hay agua caliente”. Habiéndome gastado las semanas anteriores más pasta en pensiones de mala muerte que el Sr. Roca (el de Marbella, no el de los váteres… un momento, ¿no será el mismo?) en comprar Mirós para su baño (definitivamente… ¡es el mismo!), decidí entrar en el estudio a pesar de las advertencias, para disminuir el agujero negro que tenía en el bolsillo.

Pero claro, siendo el termo de gas, tampoco funcionaba la cocina… Era mi oportunidad, después de tantos años perdidos ahora ya podía comer únicamente comida de microondas y ponerme más gordo que el hermano gordo de M.A., además de la saludable exposición a las ondas cancerígenas de este aparato. Bueno, me dije, con suerte no tardarán mucho en arreglarlo.

No es agradable, ni siquiera en Almería en pleno julio, ducharse con agua fría por la mañana. Al segundo día mentas cierta madre de alguien desconocido. Al tercer día, haces el mismo comentario, un poco más alto y ya referido a los sres. caseros. Cuando, al cuarto día, recuerdas con cariño a las familias completas de los empleados de la empresa del gas, te das cuenta que se te cae menos el pelo. Hasta el pelo está acojonado, que ya ni se cae. Te planteas seriamente la opción de convertirte en un estercolero andante. Dado que vives sólo nadie se va a enterar, y menos hoy en día que los vecinos van a lo suyo. Ah, qué tiempos aquellos en los que los mayores y no tan mayores pero sí marujos sacaban su silla al portal y ponían a pelar a medio barrio. Así empezó Zaplana.

Cuando ya llevaba un par de días duchándome con el casco, finalmente vino la empleada del gas, que decidió que al tratarse de un estudio sin tabiques, por normas de seguridad no se podía poner el gas. Lógico, pensé yo. Un tabique habría evitado mi muerte segura, teniendo en cuenta que el gas habría tardado días, qué digo días, ¡meses! en traspasar la potencial puerta después de atravesar los interminables 25 metros restantes de la casa. La empleada del gas ignoró mi gaseoso humor y me vino a decir: te jodes, chavalote: Hay que poner otro termo y vitrocerámica. Menos mal, le dije al casero, sólo he conseguido engordar 16 kilos en 6 días con la comida de microondas.

Cuando conseguí tener la vitro, descubrí un filón: no funcionaba (claro) pero en cuanto la intentaba encender le quitaba la luz a todo el edificio. Por Tutatis, por unos días me sentí como Bush: dominando al resto del mundo a base de actos estúpidos. Enseguida adelgazaba el peso ganado con la comida basura porque claro, el ascensor del edificio tampoco funcionaba (creo que se me ha olvidado señalar un detalle importante para entender la magnitud de todo ello: el edificio es nuevo. Repito: NUEVO), así que todos los días a bajar y subir tres pisos a pata. Cuando subía con la compra sufría mucho… ¡toda esta grasa empaquetada la quemaré en mi próxima salida a la calle!

Si por algún casual no me sentía todavía en el desierto, el excelentísimo Ayuntamiento de Almería se encarga de solucionar este problema gratuitamente: no hay más que levantar todas las calles del barrio en pleno verano. Oh, qué maravilla, ¡mi casa es un Saloon! Este alcalde es el amo, ya tengo mi propio parque temático. El otro día me encontré a John Wayne ligándose a unas chatis en mi sofá (que ejerce a su vez las funciones de cama, mesa, sillón de lectura, revistero y cesta de la colada). Lo malo es que el hombre estaba un poco, cómo decirlo… tieso.

El calor no lo llevo tan mal como yo pensaba. Para los que nos gustan las cosas bien hechas, qué mejor que una cifra redonda de temperatura: 50 grados (medida en mi sofá). Ya no tengo que tomar té para “abrir los poros”, como dicen los sabios moros: los tengo abiertos todo el día. La sensación de ir todo el día duchado es rara, pero te acostumbras. Lo mejor son los abdominales que hago cuando duermo hasta que cojo la postura. Creo que con tantas que he practicado, ya puedo patentar el “kamasutra solo” (abreviado del “kamasutra del que vive solo”). Además, con este nombre TAN comercial, seguro que me forro.

Hay más cosas positivas. No necesito ponerme el despertador para ir a trabajar. Todos los días, a la misma hora, ocurre un terremoto de unos 9 puntos en la escala de Richter. Vibran las lámparas, los vasos tintinean, y yo me acuerdo de los muertos del melón que sale todos los días a trabajar en un quad. Sí, sí, en un quad, esos vehículos tan respetuosos con el medio, que la gente usa normalmente en el monte (donde siguen dando ganas de patear al conductor). Pero vamos a ver, ¿se puede ser más cimbel? Menos mal que no te pilla con el sueño muy cogido, ya que antes, a las 2 am aproximadamente, te ha despertado el tunero de turno compartiendo generosamente su música con los vecinos (volveré a este tema más adelante); a las 3 am, el camión de la basura; a las 4:20 am, el del vidrio; a las 6:00, el primer autobús (desviado a mi calle por las obras con las que el ayuntamiento intenta convertir la ciudad en un barrio de Port Aventura) y, finalmente, a las 6:45, nuestro querido cerebro, urbanita conductor de quads. Lo bueno de todo es que al despertarme, aprovecho para apuntar la postura en la que me encuentro y la temperatura, que luego los necesitaré cuando publique mi kamasutra de impacto mundial.

Ya me voy conociendo mejor el barrio. Cada vez que cojo el coche (tengo la suerte de no tener que hacerlo apenas, ya que aquí se puede ir andando a casi todos los sitios), tardo una media de 3 días en poder aparcarlo. Así que me da tiempo para observar dónde están las cosas. Si me canso de buscar sitio, me pongo a seguir a un tunero, que con toda probabilidad estará dando vueltas al barrio durante varias horas para que no quede un vecino sin disfrutar de su estupendo reggaetón a 300 debibelios por oreja vecinal. Nunca había visto tanto tunero como aquí. El estereotipo es el de un mendrugo veinteañero, al volante de su seat león negro (casi irreconocible) lleno de luces y aleaciones mega-horteras, con gafas de sol incluso a las 2 de la madrugada y perdonándote la vida con una mirada que hace temblar a las farolas. Uuuu, qué miedo. Sigo sin comprender este fenómeno tan fascinante que combina un gusto más que dudoso, un derroche de dinero (y de gasolina) espectacular y un macarrismo rampante, combinado con la seguridad del protagonista de que es el más guay, cuando en realidad un 80% del barrio recuerda con cariño singular a todos los miembros de su árbol genealógico cuando pasa por debajo de su ventana.

Por cierto, ya he conocido a mi vecina (no se admiten comentarios). El otro día me pidió que fuera a su casa a hacerle unos “arreglos”. Antes de que la mente aviesa del lector relacione esa petición con la de una labor de “limpieza de tuberías”, aclararé que se trataba de una simple colocación de apliques en su baño. Como nadie me creería aunque me pasara el resto de mi existencia aportando pruebas irrefutables, lo dejaré aquí.

Me despido hasta la próxima historia del indalo, voy a quitarle la luz a los vecinos un rato.