El reloj se me aparecía como una bola de cristal que adivinaba el pasado, el círculo que enmarcaba el retrato de sus personajes. Mi madre abriendo la puerta a su regreso del banco, contando uno a uno los billetes, depositándolos en los dedos inmundos de Chacho. Cada billete resbalaba por su piel, luego entraba en un sobre que ella cerraba. La cara bondadosa y firme de mi madre, la voz que me había reconfortado algunas noches, esa cara y esa voz eran las de la mujer que había ido al banco todos los meses y que con esas mismas manos con las que me había abrazado, estaba sosteniendo el sobre delante del cual iba a extenderse la sonrisa de la señora Agurto.
Alonso Cueto, La hora azul